jueves, 8 de junio de 2006

El octavo día

Este cuento del polaco Slawomir Mrozek plantea con humor la vana pataleta del ser humano que quiere emanciparse de sus límites –tan actual-, enfrentándose a Dios Creador y chocando con la verdad, para su propia desgracia.

Dios trabajó seis días y descansó el séptimo. El hombre no es Dios, se cansa antes, por lo que consideró que el sábado también le correspondía como día de descanso. Esta decisión no encontró una expresa objeción por parte de la Instancia Suprema.

«Si ha salido bien con el sábado, tal vez también cuele el viernes», pensé, y dirigí a Dios una solicitud con el siguiente contenido:

«A causa del cansancio que siento después del lunes, el martes, el miércoles, el jueves y el viernes, ruego tenga a bien otorgarme también el viernes como día libre de trabajo. Homo Sapiens.»

No hubo respuesta, por lo que consideré que también el viernes me había sido otorgado.

Sin embargo, entre el miércoles y el resto de la semana quedaba el horrible jueves. Nada cansa más que el trabajo el último día de la semana laboral. Así que escribí, esta vez con más atrevimiento:

«“El hombre es una caña pensante” (Blaise Pascal, 1623-1662). Yo pienso que tampoco debo trabajar los jueves.»

Ahora mi semana laboral acaba el miércoles por la tarde. Sí, pero ese miércoles... El silencio de Dios me dio valor.

«Exijo la supresión del miércoles como día laborable. Prometeo.»

En cuanto al martes, me rebelé ya abiertamente:

«“Llamarse hombre llena de orgullo” (Maxim Gorki, 1868-1936). El martes atenta contra mi dignidad. Estoy en total desacuerdo y acabo el lunes.»

No hubo respuesta, así que con el lunes fue muy fácil. Bastó con un telegrama:

«El lunes también queda excluido.»

Ahora tenía siete días de la semana libres y me sentía orgulloso de mi rebeldía (L´homme révolté, Albert Camus, 1913-1960). Pero al cabo de un tiempo me di cuenta de que la semana sólo tenía siete días y, por lo tanto, yo no podía tener más de siete días libres a la semana. Semejante limitación de mi libertad me pareció inadmisible. Así que telegrafié a Dios:

«Crear inmediatamente un octavo día.»

No contestó, lo cual me afirmó definitivamente en mi convicción de que Nietzsche tenía razón (Friedrich Nietzsche, 1844-1900) y Dios no existía. Pero en ese caso, ¿quién era el culpable de que la semana sólo tuviera siete días y de que yo no pudiera tener más de siete días libres a la semana?

Cogí un palo y me puse al acecho en la escalera. Cuando pase un vecino, le arreo.
A fin de cuentas, alguien tiene que ser el responsable de la injusticia que se me ha hecho.

2 comentarios:

  1. Así nos va. Mucho tiempo libre, la cabeza a pájaros... Y Dios se nos olvida.

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  2. Y luego aún tenemos la jeta de echarle la culpa; es como para borrarnos de la faz de la Tierra, y sin embargo..., nos aguanta y nos promete el Cielo.

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